En Tegucigalpa, con el alma encogida de hastío, viví en el Callejón del Olvido, en pleno centro de la ciudad, en viejo caserón que un francés alquilaba por cuartos, a estudiantes llegados del interior, y a mi, procedente de El Salvador. El tal francés sostenía que el instinto más fuerte no es el de la vida, sino que el instinto sexual, ya que según él, aún sabiendo que se puede contraer SIDA, se tiene relaciones sexuales riesgosas. Lo cual no deja de ser discutible, ya que el sexo lo que posibilita es preservar la vida de la especie. Ya la Mantis macho sabe que será devorada por su pareja y, aunque no disfruta del sexo, lo tiene, para preservar la especie. Por lo cual, para mi, sigue siendo el instinto más fuerte el de la vida. Lo cual, no implica, que llegados a cierta edad nos resulte indiferente el vivir o el morir o en todo caso que no estemos dispuestos a dejar nuestros hábitos de vida a cambio de existir un tiempo mas, pero sin tener vida.
Pero bien, Tegus –como le llaman los catrachos para no fatigarse porque nacieron cansados- en un domingo por la tarde es lo más próximo al limbo y no da para mas que para reflexiones intrascendentes. Seguramente la discusión escolástica sobre el sexo de los ángeles tiene que haber ocurrido en una ciudad así, bañada de sudor a causa del bochorno veraniego, cuando el viento está ausente como los árboles a causa de la civilización.
Los días pasaban y el Callejón del Olvido se me hacía cada vez más deprimente. Tegus era y seguramente, sigue siendo, lo más cercano, no al limbo, como ya decía, sino al infierno. El transportarme en autobús me resultaba fastidioso y añoraba mi carro, que había dejado en manos de mi hijo mayor. La comida me resultaba problemática, ya que teniendo los triglicéridos y el colesterol alto, no podía comer cualquier cosa. La falta de sexo irritante. Los compañeros del postgrado una mierda, igual que los profesores hondureños y más de uno extranjero. ¿Qué más se puede pedir para sentirse miserable?
Un día de tantos decidí regresarme a El Salvador y llegué a la terminal del único bus que cubría el trayecto: Tegus-San Salvador, pero la garnacha estaba arruinada y ese día no habría viaje. De modo que tomando aquello como una señal divina, decidí que no me regresaría. Aunque debido al escándalo que se creó en el postgrado a causa de mi huida frustrada, los profesores se me movilizaron y ello me posibilitó encontrar una solución habitacional menos mala, una habitación en la casa de una divorciada que me daba la comida; sin embargo, para su hijo no era un simple pupilo sino la oportunidad de un amante para su madre, razón por la cual me trataba como perro. La comida seguía siendo una mierda, la única diferencia es que ya no visitaba los comedores, el agua era escasa, lo cual me llevó a ser muy ahorrativo con el preciado líquido. No era una habitación independiente, lo cual cerraba las posibilidades de recibir visitas femeninas, las que yo tanto necesitaba. El exmarido de la doña, cuando visitaba a su hijo, me miraba con mucho odio, a lo mejor se imaginaba que yo me la estaba cogiendo, pero qué va, yo vivía pensando en mi joven amante y en nuestro tierno hijo. Ahorraba como un maldito para poder ayudarle a mi amor con lo poco que me daban de la miserable beca que tenía, ya que el medio sueldo de la Universidad, se lo quedaba mi esposa y mis dos hijos mayores. Caminaba como diez cuadras para ahorrarme lo del pasaje de un bus. Había pasado del infierno al purgatorio, lo cual era ganancia, pero aún no tenía el lugar que necesitaba para dedicarme en cuerpo y alma a estudiar.
Pero la oportunidad se presentó, un profesor de la Universidad dejó un apartamentito, como el que yo necesitaba. Dos habitaciones, baño independiente y salida a la calle, sin necesidad de mezclarme con la doña propietaria. Aquel apartamentito ha quedado grabado en mi memoria, al igual que mi casita en Los Planes, porque fue en ellos que disfruté los mejores años de mi vida, haciendo el amor con la única mujer que me poseyó amándola yo y es por eso, que esta historia acerca de las mujeres que me poseyeron, ha tenido que arrancar con Tegucigalpa. Y es que durante los dos años que pasé estudiando allá fueron varias sus visitas y durante los siguientes dos años que ella se trasladó a realizar el mismo postgrado, en más de alguna ocasión disfruté de la libertad de pasear sin temor a ser visto por quien no debía. Téngase presente que por entonces yo era todavía un hombre casado, aunque la separación de mi antiguo hogar ya se había iniciado desde mi partida a Tegus.
Mi viaje a Tegus, de cualquier manera que se vea, fue para mí una fuga. Ciertamente me estaba escapando del ambiente universitario, ya que aunque estaba mayor sentía la necesidad de seguirme formando, para poder responder a las exigencias de la Universidad. Necesitaba compararme con extraños para lograr ganar en confianza y autoestima. ¿Qué tan bueno era? Y además necesitaba el título de Master, ya que el doctorado se me hizo imposible. Estuvo al alcance de mi mano, mi sueño de siempre: estudiar en Paris, en La Sorbona. Pero se me rechazó por mi edad y por los compromisos familiares. Ciertamente, era para frustrarse, pero la frustración no ha sido algo que yo haya permitido entrar en mi vida nunca. No se pudo Paris, bueno, veamos qué es posible. Posible era Honduras estaba cerca y podría viajar a casa cuantas veces quisiera y lo que aprendiera, mucho dependería de mi esfuerzo, de mi dedicación, aunque no tuviera el caché de Paris.
Pero también cargaba un terrible conflicto emocional, no deseaba abandonar a mis hijos y a mi esposa, mucho menos la vida tranquila y cómoda que llevaba: una buena casa, un auto, un terreno, una casita en Los Planes y un rancho en el mar. Pero por otra parte, me había enamorado de otra mujer y teníamos un hijo.
Esto de las relaciones es casi como las religiones. Uno se vincula, se liga, se amarra, se pega. Y aunque parezca fácil deshacer aquel nudo, lo cierto es que el cuerpo se acostumbra, la mente se programa, el cuerpo siente y el pene se para.
Claro, uno puede pasar de la religión católica a la protestante, pero siempre está atrapado. Pero, yo, en Tegus, ni siquiera tenía opción de otro cepo. Me miraba viejo, me sentía viejo y quizá ya era un viejo. Además no tenía ánimos para buscar una nueva aventura, pero es que tampoco veía alguna posibilidad. La vieja del comedor allá cerca del Callejón del Olvido, estaba buena, si muy buena, pero yo nunca le parecí apetitoso. Las compañeras en la U tal parecía que estaban vacunadas contra las emociones. Las profesoras igual. Burdeles no conocía. Los bebederos me estaban prohibidos, ya que no bebía. Y cuando la Marja, la hermana de la Anita, mi compañera en el postgrado, se me vino a insinuar, ya era demasiado tarde. Buena que estaba, pero ya no había tiempo, estaba cerca mi regreso. Para amar como para follar se necesita de tiempo o mejor dicho, el amor que lleve al follamiento exige de tiempo. El coger entre los humanos, no es un simple acto reproductor de la especie. Primariamente, es un acto de placer y si no es así, mejor mastúrbese en el baño o donde usted prefiera, pero no joda.
Pero como no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista. Albricias, conseguí un nuevo lugar donde vivir: un apartamento a orilla de calle, casi totalmente independiente, del que ya he adelantado un poco. Una viuda y su hija eran las propietarias. Ella, la hija, estudiaba medicina –profesión noble, pero para mi no destinada- estaba más que buena para mis estándares de calidad en materia de mujeres, blanca, fresca, joven, simpática, chichuda y piernuda, qué más se podía pedir, pero tenía novio, uno de esos que parecía garrapata: la llevaba y la traía, la traía y la llevaba, nunca la dejaba respirar, pero a ella parecía agradarle, ya que lo hacía en automóvil. Su madre, la de ella, estaba demasiado vieja, como para inspirar algún sentimiento, para generar alguna emoción. Además de parecerme bastante estúpida y fea, como para hacer alguna excepción. Pero con todo, ella, me propicio las putas condiciones objetivas para vivir en Tegus. Excepción echa de una refri y de una mujer, lo tenía todo, no era mucho pero bastaba, ya que mi amada llegaba cada quince días a verme, a cogerme, a amarme, lo cual era suficiente, me bastaba para seguir viviendo, estudiando y amando.
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