Hablar de las mujeres que me poseyeron durante el breve período de separación con mis esposa, la única mujer a quien he amado, resulta como transitar por un camino minado, esto es historia contemporánea, peligrosa, conflictiva, a lo mejor no debería de escribirlo. Pero de no hacerlo serían unos memoriales incompletos. Pero es que nada es perfecto, aunque dicen que el capitalismo es perfectible, al menos, ese es el cuento de los de derecha, para mantenernos tranquilos y esperanzados, de que llegará un futuro mejor. Los de izquierda sabemos que es paja, pero no disponemos del necesario y suficiente poder mediático para refutarlos.
Pero bien, después de tantos años de permanecer alejado de los burdeles, ya no sabía ni donde encontrar uno y la urgencia de una mujer ya era grande. Pero como el buen Dios siempre me ha acompañado, recuerdo que en un seminario que tenía con unos estudiantes de la UCA, yo sostuve que Tecla era tan diferente a San Salvador que ni siquiera tenía burdeles, el último que había El Alazán ya lo cerraron, manifesté. Yo lo sabía, porque una noche fui a visitarlo y ya no existía. Pero un estudiante, levantó la mano y me refutó. Claro que hay, me dijo, allí está El Tres Marías. ¿Dónde?, le pregunté interesado. A la par de donde era el Cine Delicias, respondió. Ah! Bueno, le dije, reconozco mi error. Los estudiantes se rieron de mi ignorancia y yo también, aunque por razones diferentes. Esa misma noche, a las nueve en punto, estaba pagando los cincuenta pesos que costaba sólo la entrada. Puta, esto es un robo, pensé. Y luego dice el gobierno que no hay inflación.
Entré nervioso, como pollo comprado, las mujeres eran gordas, viejas y feas. El recuerdo idílico de los burdeles de mi juventud se desmoronó. La luz rojiza que bañaba todo el ambiente, me resultó desagradable. La música estridente y los videos de sexo que trasmitían por un televisor, vulgares, de mal gusto. ¡Cuánto había cambiado el mundo!
Me senté en un rincón y me dediqué a fumar, mientras la cerveza a que tenía derecho por los cincuenta pesos se calentaba en mi mesa, porque ya no bebía. Llegó una chica y me pidió un cigarro, luego, que le invitara a una gaseosa. De repente una luz comenzó a centellear y sobre el pequeño escenario, una tarima con una barra, apareció una chica con una vela encendida y mientras bailaba al ritmo de la música se iba pringando el cuerpo con la cera derretida. Puta, pensé, pero esto es sadomasoquismo. Pretender excitarte con la flagelación de la mujer, está cabrón.
Pasó el show y la bailarina de la vela se sentó en una mesa próxima a la mía. Decidí invitarla, ya que era la menos peor y sin mayores dilaciones, me la fui a coger. Luego de la correspondiente inspección de mi pene, ahora con el SIDA, las putas son muy cuidadosas, me colocó el preservativo y me hizo una candela chorreada. Terminé más pronto de lo imaginado y me largué.
Cuando iba rumbo a mi casa, pensé, ya no estoy para estos trajines, habrá que encontrar otra solución a mis urgencias sexuales.
Enredarme con alguna estudiante no me parecía una buena idea. Cogerme a la cuñada de mi compadre separada de su marido, parecía una opción, pero era muy complicada para mi gusto, tenía hijos grandes, un nivel de vida muy caro para mis posibilidades y a lo mejor hasta exigencias matrimoniales. Yo deseaba algo fácil, momentáneo, algo como una bliat. Pero dónde encontrarla. Ya había olvidado cómo era el mundo femenino, estaba ya suficiente viejo como para no conocer cómo era ese mundo ahora, tan especial, tan atractivo y pisable.
Mi conciencia, eso que le llaman el otro yo, me decía: Si no deseas complicaciones, que siempre las tendrás con cualquier mujer con quien te enredes, porque no hay relaciones que no sean conflictivas, más te valdría masturbarte y san se acabó el problema. No te cobrará, no te celará, no te pedirá que la lleves a pasear, no se te negará nunca, no se te insinuará, siempre la tendrás a la mano cuando la desees, qué más puedes pedir. Es la solución ideal, no por gusto la eligieron los seminaristas que desean ordenarse. Después ya no es problema, entre colegas se cubren las espaldas.
Pero tener que masturbarse a los cincuenta y tantos años, no deja de ser frustrante. Puta, con tantos años, con tanta experiencia sexual y no tener la capacidad de echarse un culo. Es para sentirse un fracasado.
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Aunque no era necesario realizar todo ese reflexionar aculerado. Estaba de mas, ella, estaba allí, esperando por mi, lo que pasa es que no me había dado cuenta, pero un día abrí los ojos y la vi. Morena indígena, de cuerpo bien formado, con nalgas paradas, ojos y cabello negro, nonualca hasta el último pelo. En su parte trasera, arriba de las nalgas pero sin llegar a la espalda, tenía la marca indígena, un lunar negro grande y expandido, como lo pude comprobar la primera vez que se desnudó para poseerme a sus anchas. Era la cocinera del comedor donde almorzaba, se me había escapado porque nunca me servía, pero bien que me observaba cuando llevaba mi plato a la mesera. Nuestras miradas en más de alguna ocasión se habían cruzado, pero a causa de la distancia y mi indiferencia, no había ocurrido el circuitazo. Pero ese día en que la descubrí, la esperé a la salida. Ofrecí llevarla a su casa en mi carro y aceptó. Hablamos de nuestras miserables vidas, yo de mi separación, ella de la suya, a causa del alcoholismo del padre de sus tres hijos. De lo mal que la pasaba en su trabajo con un horario extremo y un corto salario. De las necesidades de sus hijos y de las suyas propias. Necesitaba dinero, eso era obvio. Gracias, Colocho, siempre me ayudas en el momento preciso. Algo así era lo que yo necesitaba. Una mujer que necesitara ayuda dineraria y yo, un culito que se miraba rico y que a lo mejor lo era.
No ocurrió nada de nada en nuestro primer encuentro pero estaba más que seguro que en la siguiente ocasión, iríamos a coger. Ella necesitaba lo que yo podía ofrecerle y ella tenía lo que yo necesitaba. Perfecto para un contrato sexual.
Nuevamente a las siete la esperé, esta vez venía con un pantalón bien pegado que dibujaba a la perfección su hermoso cuerpo. La saludé y ella se encaminó a mi automóvil. Realmente esto de tener carro, si que es una gran ventaja. Imagínese tener que levantarme a aquel cuero en autobús. La pequeña burguesía por más de izquierda que se declare, posee grandes ventajas sobre el proletariado. Heme a mi camino a un motel a cogerme a la mujer de un proletario, quien por alcohólico y pendejo la estaba perdiendo, pero sobre todo por ser pobre, si hubiera tenido pisto le habría pasado una mensualidad suficiente para que no se prostituyera, para que le siguiera siendo fiel, a pesar de lo cabrón que había sido. Pero la necesidad apremia y ella, encontró en mí, la solución. A la segunda cogida, me pasó el primer vale. Era un acuerdo tácito en nuestro contrato de amor. Si cogía conmigo no era porque me amase o le pareciera irresistible. Ella necesitaba mi dinero y yo sus nalgas.
Estas son las relaciones adultas en el mundo capitalista, nada que ver con mis aventuras de juventud, donde el amor o la pasión privaban. Ahora el dinero es el que mandaba. De modo que dos veces por semana, la iba a dejar cerca de su casa, pasando por un motel que estaba en el camino. Era evidente que ella no disfrutaba de la relación sexual y yo, después de cogerla, agarraba camino y me deshacía de ella lo más pronto posible. Ciertamente, no le pagaba por cada polvo como a las putas, pero nunca faltaba, al menos cada semana, el préstamo que me solicitaba. Fingiendo pena, o a lo mejor pena real, me contaba de sus miserias: no tenía para la luz, para el vestido de su hijita, la mayor, para los zapatos del hermanito, que el recibo del agua ya había llegado, etc. Las carencias de una madre soltera son muchas y los sueldos que devengan una miseria. No me pesaba ayudarle. ¿Pero qué digo? Me resultaba más cómodo y barato que ir a un burdel. Era una relación beneficiosa para ambos. Pero hasta allí. La cosa se complicaba si alguno de los dos se enamoraba, principalmente, ella. Y que empezara a soñar con que había encontrado un padre responsable para sus hijos. Nunca los quise conocer, ya que para nada me importaban. Para hijos, tenía los míos. Y en el fondo de mi alma, sabía que volvería con mi mujer. Y volvimos y no volví a acordarme de la cocinera proletaria.
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