lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 17: Mis primeros pininos


En esto de las relaciones con las del otro sexo, se comienza como los felinos, jugando, jugando a cazar, jugando a amar. Intentas, te adiestras, aprendes. Puede ser que mueras en el intento. Puede ser que te vuelvas muy hábil. Puede ser que nunca aprendas. Pero hacerlo es algo instintivo, arracional, más del corazón que de la mente. Auque ya de mayores racionalizamos nuestros sentimientos, nuestras emociones. Pero qué va. No hay tales.

No recuerdo qué edad tenía pero debía de haber sido un niño, cuando me sentí atraído por una niña. Era la hija menor de la señora tortillera, a quien mi abuela le alquilaba una casa y cuyo patio se comunicaba con el traspatio de la nuestra, sólo un cerco de matas de piña nos separaba, el cual no era un obstáculo para mi, de manera que me la pasaba jugando con su hermano, con quien teníamos la misma edad. Su madre nos hacía tortillas con sal, delgaditas y tostaditas, eran mi delicia. La Alba Luz era de esas niñas serias, casi enojadas, aunque a veces se reía con migo. Había una hermana mayor que tenía un hijo con un guardia y cuando éste llegaba, ella se encerraba con él, en un cuarto. A mi me intrigaba, qué hacían allí encerrados en el día, cuando los cuartos cerrados lo son para dormir en la noche. Al buen rato salían, ella toda despeinada y él, sólo en pantalón, se iba a bañar a una pila construida a la par de un pozo. Un día de tantos le pregunté, a mi amigo, Y qué hace tu hermana encerrada con el guardia en el cuarto. Y qué van a hacer, cogiendo, pues.

Era una familia muy pobre y la vida en el pueblo se les hacía bastante difícil, ya que los había llevado el padre, cuando trabajaba de motorista de Ilobasco a San Salvador. Pero después cambió de ruta y ya no se aparecía por la casa. La señora, decía, El muy hijo de puta, quizá se ha conseguido otra mujer. De modo que un mal día armó sus bártulos y se fue a seguirlo. Y yo no volví a ver a Alba Luz.

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Las primeras chiches que yo vi y que me provocaron una erección, fueron las de la hija del guardián de la finca de mi tío abuelo. Con ellas yo aprendí a reconocer, lo que eran las chiches de una mujer virgen y lo que eran unas chiches erectas, esto es, excitadas.

Nunca se las toque siquiera, pero se las contemplé como una obra de arte en un museo, en silencio, absorto, enamorado o cautivado, mejor dicho. Ella se bañaba en las pilas de la finca y desde un borde yo la miraba en silencio pero con la verga bien parada. No se si por inocencia o vanidad, ella se reía mientras se las enjabonaba y yo la contemplaba. Al final me tiró un poco de agua y yo me marché, pero ya sabía lo que me encantaría de las mujeres.

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Este fue mi primer encule y fue un encule bruto. Había una chica rubiecita y colocha, de cara linda y de pechos ricos, lo digo con mucha certeza, porque se los toqué infinidad de veces. Por esa época era mudo con las mujeres, ya que no sabía qué decirles, de modo que sólo buscaba el contacto físico. En el cine antiguo, el de Cañitas, el de bancas sin respaldo a los lados y con sillas en el centro, me dejaban entrar de gratis, porque mi papá era muy amigo de Cañitas, el propietario. De modo que iba muy seguido y la chica de que les cuento vendía maní y pepitoria en la entrada y cuando terminaba la venta, ella también entraba. Yo sabía por donde se sentaba, pero de todas maneras en vez de mirar la película, ojeaba la entrada para ver si entraba. Cuando ya estaba instalada, me sentaba en la banca de atrás y comenzaba mi vida, mi tocadera, mi acariciadera, mi mayor placer, mi único placer. Nunca mis manos subieron, ni bajaron de ese lugar, allí se quedaban hasta que terminaba la función. Nunca la besé, ni nunca le dije una tan sola palabra. Mi obsesión eran sus chiches y la fijación por las tetas se me quedó adherida como un lunar en la piel. Ha sido parte mía. Seguramente, la responsable haya sido mi madre que me dio de mamar hasta los tres años. Con tales hábitos formados a tan corta edad y alimentados después por la cacahuetera, no es de extrañar que me encanten las tetas. Luego de un tiempo, ella se endamó con un amigo, de mayor edad y yo, perdí mis adoradas chiches. Sufrí mucho, porque estaba enculado, pero qué le iba a hacer, así actúa la selección natural.

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Otros entrenamientos ocurrieron en la casa abandonada de un compañero de la escuela, era una casa grande y de muchos cuartos oscuros, ya que sus ventanas permanecían cerradas. Allí íbamos chicos y chicas a jugar escondelero, ese era el decir. Pero el juego era más interesante, porque quienes se escondían eran las chicas y nosotros quienes las buscábamos, al encontrar a alguna, comenzaba la amontonadera, la besuqueada. Claro, más de alguno no encontraba pareja y era quien se encargaba de gritar al rato, Fin, comienza de nuevo el juego. Y vuelta a lo mismo. Lo que no se valía era tener relaciones sexuales. Aquello duró unas largas vacaciones, hasta que uno intentó lo que estaba prohibido y se acabó el juego, las chicas ya no aceptaron ir a jugar.


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Después me encariñé con la hija del administrador del nuevo cine, el Palace, parte del llamado Circuito de Teatros Nacionales, pero todos eran cines a excepción del Teatro Nacional, pero que funcionaba como un cine también. Su padre, un hombre de bastante edad, estaba casado con una costarricense, razón por la cual habían vivido varios años en ese país y por eso, ella hablaba diferente, pero le encantaba platicar.

Y es que los atardeceres en los pueblos ofrecen muy pocas alternativas para distraerse, de allí que las visitas a las puertas de las casas donde se colocaban algunas sillas, fuese algo habitual. Al principio me atrajo, de ella, su acento diferente al hablar, luego descubrí que era muy divertida y más después que le encantaba decir palabrotas o malas palabras, como estúpidamente, se les califica. En más de alguna ocasión en que la habían reprendido en la escuela por su forma de hablar, me contaba en la noche lo pasado y me decía, Pero es que en Costa Rica, así hablábamos. No se por qué aquí se escandalizan. ¿Además qué tiene de malo, verdad? Pues, claro, respondí. Lo importante es comunicarse.

Un chance como el de su padre era muy apetecido, hay muy pocos empleos en los pueblos relativamente bien pagados y no tardaron en hacerle la cama. Y ellos, el viejo, su mujer y su hija, se quedaron varados, anclados, encallados en mi pueblo. A medida que los días iban pasando y la comida escaseaba, la tiquilla comenzó a perder su humor, se le veía triste, desanimada. Cuando uno no se acostumbra desde chiquito a pasar hambre, cuando ésta aparece, pesa mucho, destruye. Comenzaron a vender sus cosas y me ocasionaba un terrible dolor no poder ayudarla. Pero qué podía hacer un bicho acabado como yo. Nunca me atreví a llevarle algo de comida, porque pensé que ello afectaría su dignidad, la cual es más importante que el estómago.

Un día ya no amanecieron. Qué sería de ellos, nunca lo supe, ni nadie en el pueblo y es por ello, que se contaban las historias mas descabelladas que uno pueda imaginarse. Desde que el diablo se los llevó, aunque invertida la oración era cierto, se los había llevado el diablo, hasta que se habían suicidado tirándose a un profundo barranco. Pero nunca aparecieron sus cuerpos, o al menos sus huesos, suponiendo que su carne hubiese sido devorada por los zopilotes. Pero ante tales afirmaciones, uno decía, pero y sus cosas, dónde estaban, porque la casa estaba sin nada, limpia, como si nunca nadie la hubiese habitado. Pero qué cosas, respondían, los de las historias, si ya no tenían nada, todo lo habían vendido. Mi tía les compró las camas, gritó, un chavo. Ya ven, dijo una vieja, y la cama es lo último que uno vende. Pero qué fue de ellos, nadie lo sabía. Desaparecieron con el mismo silencio con que habían llegado. Mi alma quedó triste, llorosa, porque presentía que a ella yo la podía haber amado, pero desgraciadamente no tuve tiempo.

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Ella, era la hija del juez de Primera Instancia en mi pueblo y mi padre el secretario, abogado frustrado, por lo que siempre quiso que yo estudiara tal disciplina, ella, la chica linda, estudiaba en el Sagrado Corazón en San Salvador y su hermano en el Plan Básico, como yo. Ella era, como ya dije muy bonita y su hermano también era bien parecido, o sea que nada tenían que ver con la deformidad de su padre, un monstruo al que llamaban Choreja, porque tenía deformadas las orejas, además de sus canillas cortas y su cabezota propia de un gnomo.

Nunca supe cuál era el nombre de ella, Felipe su hermano, en lo que se refería a su hermana era muy hermético y nunca me hubiera aceptado como cuñado, ya que siendo hijo del secretario me consideraba inferior. En cuanto a su hermana, lo único que sabía es que yo le caía bien, pues oportunidad que tenía, las cuales no eran muchas, procuraba encontrarse conmigo. Nos veíamos en el parque, donde solía patinar. Y yo, en eso de los patines era muy diestro, hasta podía patinar para atrás, cosa que en el pueblo era el único que podía hacerlo. De modo que ella me miraba con mucha admiración.

En cierta ocasión en que ambos patinábamos, simulé un accidente, sólo para terminar entre sus piernas. Y tenía unas bellas piernas. En un arranque de intrepidez, aunque usted no lo crea, se las besé. Ella me miró profundamente extrañada, pero sin capacidad para responder. Era algo increíble, impensable, que el hijo del secretario se atreviera a tanto.

Y esa no iba a ser la única vez, porque en otra ocasión cuando luego de hacer ciertos malabares con los patines fui a parar frente a ella y le tomé las manos y en un gesto muy medieval, le besé la mano y la miré a los ojos con todo el amor del mundo.

Me contaba años después, cierta vez que pasé consulta con ella en el ISSS, cuando se desempeñaba como doctora, que aquel gesto mío, osado e increíble, le resultó la cosa más bella que pudiera ocurrirle a una muchacha de su edad. Hasta entonces me enteré de su nombre, se llamaba: Zoila Esperanza.

Su hermano se dedicó a la bebida y en una de esas noches muy etílicas, cuando estudiábamos derecho los dos me confesó en El Faro, un bebedero de San Salvador, la razón de porque me odió tanto en todos aquellos años del Plan Básico, donde él fue una estrella del Rock, ya que imitaba perfectamente a Elvis y yo no era nadie. Mirá cabrón, me dijo en esa ocasión, nunca entendí, como vos siendo el hijo del secretario y yo el del juez, sacaras un IO, mayor que el mío. Aquello no podía ser, era un error. Pero lo que más me emputó es que mi hermana, dijera, A mi me parece un joven muy inteligente y si pudiera amarlo, lo amaría.

Desgraciadamente, para mí, ella tenía definido su destino y se casó con un médico como ella.

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La Lety era una muchacha de cuerpo esplendoroso, la primera vez que la besé hacía mucho frío, eran las gélidas noches de diciembre, allá en mi pueblo. Y en alguna casa distante se escuchaba una canción de la Sonora Matancera, la cual se me pegó y aún ahora cuando la escucho recuerdo a la Lety, se trataba de aquella melodía llamada Virgen de Media Noche, que obviamente, hace referencia a un romance con una prostituta.

La Lety no era una prostituta, al menos eso era lo que yo creía mientras la besaba,
Señora del pecado, luna de mi canción, escucha mi rezo de amor, cubre tu desnudez. Y si el sol de besos te doy escucha mi canción. Algo así decía aquella canción, la que no recuerdo a plenitud, pero la que siempre he creído que se trataba de una oda a una prostituta, pero escucharla cuando besaba a esta chava, por alguna razón para mi ignota, sería una especie de vaticinio.

Algunos de mis amigos, indignados, me dijeron, Y vos qué putas andas haciendo con la Lety, que no sabes que esa es puta. No lo sabía, ni lo creía. A mi me gustaba y que comieran mierda mis cheros. Uno no puede andar sólo con la que es debida, si ellos la creían puta, bueno, pues, ando con una puta. Pero lo decía y lo hacía porque para mí la Lety, no era puta. Cómo iba serlo, si sólo era una bicha. De modo que continué mi besuqueo con ella.

Años después, pero bastante después, digamos unos diez años, en uno de los burdeles a los que me hice asiduo visitante en San Salvador, me la encontré. Hola Demian, me dijo, qué andas haciendo por aquí. Coño, pensé, y a qué putas se viene a un burdel, si no es a coger. Pero no le respondí con la cruda verdad, porque no quería ser cruel, de modo que le dije, paseando, dando una vuelta.

Ella, seguramente me lo agradeció, porque luego de preguntarme, si tenía alguna amiga allí y al responderle que no, que era la primera vez que visitaba aquél lugar, me llevó a su cuarto. Me desnudó con todo el arte aprendido en mil noches de sexo, luego me acarició mi pene con toda la destreza que da la experiencia, para después llevárselo a su boca y propinarle tremenda mamada, si no me fui es porque ella sabía cuando detenerse. Cuando me sintió al borde del abismo sexual, me agarró el pene y se lo introdujo en su vulva. Comenzó a moverse como una poseída y yo sólo suspiraba, nunca me habían cogido así y hasta ahora no he vuelto a tener una experiencia similar. Ella, digamos, a fuerza de ser sinceros, fue la primera que me poseyó de verdad. Mis amigos tenían razón, la Lety era puta, pero qué puta más maravillosa, ese era su sino. Y qué le íbamos a hacer. Yo, al menos, la disfruté en más de una ocasión. Para ser honesto debo de decir que la visité hasta que se convirtió en una puta vieja. Diez, o más años, no sé, no llevo la cuenta pero casado, separado o soltero, la Lety, siempre me quitó el estrés, me mantuvo delgado, me dio ánimos para seguir vivo, me bajó la presión arterial, me relajó… Gracias Lety, fuiste puta, pero que maravilla el haberte conocido.

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