lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 9: Otra que no fue y con la que no tuve revancha


Muerta está ya, el cáncer dio cuenta de ella a una edad tan temprana que no tuve tiempo para la revancha, como si lo tuve con la mayoría de mis novias antes de partir a Moscú, de donde si no regresé graduado en alguna disciplina académica, si lo hice en materia de sexo. Pero que bella que era, suave y tierna, incitaba a amarla. Yo la veía pasar todos los días frente a la Oficina de Caminos, donde trabajaba durante las vacaciones. Pero nunca le decía ni siquiera adiós por temor a no recibir respuesta. Pero el jefe se dio cuenta, de lo mucho que palpitaba mi corazón al verla pasar. ¿Le gusta, verdad? Me dijo. Y cómo poder negarlo, si era evidente. Creo que ella también lo sabía y por eso caminaba más despacio cuando se aproximaba a aquella puerta orilla de calle donde yo la esperaba. No joda, me dijo el jefe, dígale adiós siquiera y si le corresponde, pues, después le pregunta si puede acompañarla. Lo hice, un día, otro día, a mi adiós respondía sonriente. Y me dio valor, ánimo, esperanzas y me atreví a acompañarla. No se de qué putas platicábamos mientras caminábamos, pero desde el barrio de Los Desamparados donde yo trabajaba hasta el Centro, donde ella vivía, iba, guiri, guiri.

Una noche en que había una alborada fuimos juntos a ver la quema de pólvora y mientras mirábamos hacia el cielo nuestras cabezas se acercaron, hasta el punto de rozarse, aquello fue el momento más sublime, inolvidable, increíble, de mi vida de adolescente. ¡Cuánto la hubiese amado! Pero qué digo, si yo la amaba, lo único es que lo nuestro no pudo ser y aún ahora no se por qué.

En cierta ocasión fuimos al cine, a la película de la una, para la única que apenas me alcanzaban mis magros recursos de estudiante de derecho, aún sin beca, esto es en el primer año. Intenté besarla y ella con toda la naturalidad del mundo me dijo: Hoy fui al dentista y tengo el labio dormido. ¿Verdad o excusa? No se, pero lo dijo con tal naturalidad que no me importó. De modo que me conformé con acariciar su tierna y suave mano. Era linda la Albita. Sus padres poseían una hacienda en Estancuelas para donde se la llevaban y yo, con mi amante corazón la perdía de vista. Afortunadamente, mi amistad con sus hermanos no era mucha y nunca me invitaron a la hacienda, como si lo hicieron con El Moquita, quien regresó con un disparo de fusil en la frente. Decían que le habían puesto una sandía en la cabeza y que el hermano mayor de la Albita, erró el tiro y le dio en la frente. La versión oficial, recuérdese que tenían dinero, fue que El Moquita, se había suicidado. Sin embargo, yo estoy plenamente seguro que la versión verdadera es la primera, porque en cierta ocasión, pasados los años, El Moca, hermano mayor de El Moquita, venía con un fusil allá en el pueblo, nosotros, incluido el hermano mayor de la Albita, estábamos en el kiosco del parque Manuel Enrique Hoyos, personaje que ningún ilobasquence sabe quién fue, ni por qué putas le pusieron así, pero lo interesante es que el hermano mayor de la Albita al ver al Moca con el rifle, se puso rojo, rojo como la sangre que, seguramente, él había derramado del Moquita. Villalobos diría, aún sin ser el asesino de Roque: Errores de la juventud.

La Albita además de bella era inocente, en cierta ocasión, me dijo. Vea Demian - miel para mis oídos oírla pronunciar mi nombre con tanta ternura- mis hermanos son injustos. ¿Sabe por qué? No, respondí. Fíjese que a algunos muchachos que me pretenden, hasta los dejan llegar a la casa, en cambio a usted me tienen prohibido el verlo. Y yo, me digo, ¿por qué no dejar que quien elija sea mi corazón?

Usted qué cree, ¿me amaba, aunque fuese un poquito?

En uno de esos viajes a su hacienda la perdí de vista. No volví a saber de ella, hasta una noche en un baile en la Facultad de Derecho, en la cual estudiaba, donde la vi bailando con un hijo de la gran puta. Sentí mucho dolor, sobre todo cuando habiéndome visto, simuló no recocerme. Borrachera majestuosa la que me puse esa noche, afortunadamente, había estado en la cantina en el primer turno y me retiré con suficiente vales como para beber hasta quitarme las ganas y así lo hice. Esa noche bebí hasta quedar fondeado. Pero no era para menos, la Albita parecía tener un amor.

La última vez que la vi, se conducía en un taxi. Yo iba en mi carro y observé tal profunda tristeza en su rostro que hasta sentí ganas de llorar, me dolió verla así, cuando ella había sido tan alegre, con un rostro tan feliz. Pensé, el marido ha de ser un mierda. Yo si te hubiera hecho feliz, mamacita, me dije. Pero qué puede uno hacer por los amores que no fueron.

Poco tiempo después me enteré de la razón de su tristeza, Juan Bomba, amigo de sus hermanos, me contó que había muerto de cáncer.

Los años habían cicatrizado mis heridas de amor; sin embargo, no dejé de putear al Creador por ser tan cabrón en sus decisiones. Ella no debía morir, al menos, no antes de darme tiempo para la revancha. Con la edad, todos nos hacemos hijos de puta. ¿Dígame si no?

Pero nos sentimos más hijos de puta, cuando obtenemos cierta información que nos responde a algunas interrogantes que traíamos del pasado. Por boca del mismo Juan Bomba, que me contara del deceso de la Albita, me he enterado que tuvo un hijo, tan sólo uno y que por nombre le puso el mío. Ese día lloré a mares. Lloré por cabrón, lloré por mierda, lloré por ser tan hijo de puta, lloré por ser tan cínico y arrogante, lloré porque la Albita, en lo profundo de su corazón, donde no alcanzan las miserias humanas, donde sólo es uno y uno nada mas, me amó como yo la amé a ella, aunque yo nunca tuve el coraje de ponerle su nombre a una de mis hijas y eso que tuve dos oportunidades para hacerlo.

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