lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 22: Un amor que no pudo ser

No quisiera terminar estos memoriales, sin hacer mención a uno de mis grandes amores, pero que no pudo ser. Ya era adulto, en consecuencia no se trataba de un amor de ojos como los de mi adolescencia. Era casado, de manera que sabía todo lo que arriesgaba; sin embargo, cuando estudiaba en la UCA me enamoré de una compañera.

Es curioso como la mente destaca o borra algunas experiencias, pero de ella no me había acordado, pero tiene todo el derecho de estar aquí, porque durante largos cinco años, yo la amé.

No se por qué no quiso enredarse con migo sexualmente, porque sentimentalmente si lo hizo. Seguramente porque sabía que tenía esposa e hijos y no quería ser tan sólo mi amante.

Ella, me encantaba, su mirada de tristeza me apasionaba y sus pechos abultados, deseaba acariciárselos con mis labios. Su cara no era bella, pero su inteligencia y su ironía eran profundas.

Yo le ayudaba a estudiar, yo la acompañaba en sus crisis periódicas con su madre y su tío. Me llamaba a mi casa y yo corría presto en su auxilio. Con ella me sentía un Boy Scout, siempre listo para auxiliarla.

El Negro Nieves, un compañero, me decía que yo era un pendejo. Que ella sólo me utilizaba, pero a mi qué me importaba. Tal parece que con ella me fui adiestrando para el futuro.

Cuando se hartó de su madre, quien mucho la jodía, puso su propia casa y allí la visitaba. Lo que no entiendo es cómo nunca, intenté hacerle el amor. Solos los dos en su casa bebiendo café o te, platicando de mil mierdas que ni recuerdo, pero nunca me atreví a besarla.

Con ella conocí a Joan Manuel Serrat, uno de mis cantantes predilectos, conocí también a los escritores argentinos, como Benedetti. La chica era culta, había estudiado en El Sagrado Corazón y tenía amigas guerrilleras, quienes a veces la visitaban en su casa.

Estuvo un tiempo afiliada a las FPL, pero luego de la muerte de Cayetano Carpio, se quedó desconectada. Pero eso no la hacía menos sospechosa para la tiranía.

Yo sufría en silencio mi amor por ella, nunca lo manifesté, pero para mis compañeros no era un secreto, todos lo sabían, aunque nadie me decía nada, excepción hecha del Negro Nieves, a quien le parecía que era una culerada mía, el estar enamorado de esta chava. De ascendencia turca también, libanesa, digamos para ser más precisos, como muchas de las mujeres que han sido importantes en mi vida.

Ella sabía que yo la amaba, el amor se me salía a borbotones por todos los poros de mi cuerpo, de mis miradas era fácil deducir lo mucho que la quería. Pero ella impasible, nunca me dio ni las más mínima señal de corresponderme y seguramente, por eso, yo me abstuve de declararle mi amor, pero qué necesidad había de que lo hiciera, si era evidente lo mucho que la amaba.

Años después, me enteré que había estado en Líbano y que a causa del conflicto con Israel, había tenido que permanecer más de un año entre balas y explosiones, anduvo por Italia y hablaba el italiano, como ya lo hacía con el francés.

No pudiendo ordenar su vida con alguien mejor, se enadamó con un viudo con varios hijos y no aguantó la presión, al poco tiempo, se separó.

Nuevamente quedó sola y como era su costumbre, cuando se sentía perdida me buscaba, sabía que contaba con migo, porque yo, a lo mejor la amaba, ahora no podría asegurarlo. Al punto que en estos memoriales casi queda excluida, de no haber sido por un encuentro que hice, hubiera quedado fuera.

Pero ocurrió que limpiando mi escritorio, me encontré con unas tarjetas, con bellas pinturas y en las que se leía en la parte interna, Gracias y su nombre. No lo mencionaré, ni usaré un seudónimo, porque quiero que así se quede en el anonimato, como lo que fue.

Eran cuatro tarjetas, por seguramente, cuatro favores que le había hecho. No los recuerdo, ni importancia que tiene.

Si la recuerdo es porque cuando se enteró de que yo andaba con la Martita, mi gran amor, cayó en un arranque de celos y la hostigó mucho. La vida las había hecho compañeras de trabajo. Ella, ya era una profesional graduada, en cambio la Martita hacía sus primeros pininos, pero con el tiempo la llegó a superar en mucho.

Seguramente, me consideraba una posesión suya, aunque nunca me había poseído. Pero después de quedar sola, me buscó. No pude decirle que no. Me dijo, Aunque sólo sea por los años viejos, necesito encontrarme con usted. Qué podía responder, si no era que si. Nos vimos. Trabajaba, por esta época, en un banco nacional.

La tragedia que ahora cargaba, superaba en mucho a sus dramas con su madre, a las tragicomedias con su tío o a las rupturas con sus novios intermitentes. Ahora estaba metida en un huevo serio. Ella había sido recontactada y colaboraba con las FPL y de sus dos compañeros de trabajo, ambos militantes de la misma organización guerrillera, uno había sido desaparecido y el otro había logrado escapar. Ante esta situación la organización, le dio dos opciones: o se iba al monte o se largaba del país. Claro, irse al monte no era un pic nic, ni un paseo como los que realizaban los Boy Scout, sino incorporarse a la lucha armada, y aunque fuera de radista o en algún trabajo de comunicación en la Radio Guerrillera, implicaba arriesgar la vida y aunque muchos pequeños burgueses lo habían hecho, para ella era una decisión terrible.

Irme, del país, me dijo, se va a considerar como una deserción y yo estoy con la Revolución, pero tampoco estoy dispuesta a ofrendar mi vida. Pues, si, me dije, para mis adentros, quién putas quiere morirse. Yo por eso, he sido, lo que se podría llamar un diletante. Un buen discurso, muchas críticas al régimen, algunas colaboraciones como motorista, refugiar algunas personas en mi casa, conseguir armas, realizar las páginas que publicaba el MIPTES, pero meterme al monte, no gracias. Esto es cosa de la división social del trabajo y mientras no asesinaron a los jesuitas, me sentí muy protegido en la UCA. De manera que, no pude más que decirle, esta es una decisión suya. Nadie puede decidir por usted.

Cayó en un llanto incontenible, la abracé para consolarla, le acaricié su cabello como a una hija, pero en un arranque de dolor como sintiendo el que ella estaba experimentando, la besé en la boca, con rabia, con furia, con pasión, como queriendo cobrarme los muchos besos que deseé darle y nunca pude. Comencé a desvestirla y ella seguía llorando. Cuando vi sus enormes tetas, totalmente desnudas, con los pezones paraditos como dispuestos para ser mamados hasta la locura, por mis labios y mis dientes hambrientos, me detuve, me contuve, no pude seguir. Yo a ella ya no la amaba lo suficiente como para que me poseyera, amaba a otra, pero tampoco la amaba tan poco, como para que me fuera indiferente y aprovecharme de su condición, como lo había hecho con otras tantas mujeres con quienes sencillamente pensé, es la revancha, tan sólo me cobro deudas del pasado.

De tal manera, que le aconsejé que se fuera del país, que era la única opción valedera, la única que le podría salvar la vida. Fue entonces que partió para el Líbano, a visitar a su padre, a quien tenía más de diez años de no ver. Aquellos eran los años en que la guerra todo lo marcaba y aunque vivíamos fingiendo que no existía, que a nosotros no nos tocaría con sus tentáculos de muerte, nadie estaba exento de ser una de sus víctimas. Muchos salimos vivos, pero profundamente marcados. No era necesario estar en un campo de batalla, la ciudad también lo era, los asesinatos de seres admirados, queridos, entrañables nos marcaron.
Este fue, un amor que no pudo ser, como otros muchos. En cosas del amor a veces mi corazón ha marchado un poco descompasado, cuando he querido no se me ha querido y cuando se me ha amado, ya no he estado en condiciones de amar. De ella, el único recuerdo físico que me queda, son las cuatros tarjetas con una bellas pinturas, donde escribió tan sólo, Gracias y su nombre.

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