lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 5: Las bliats y otras que no


En el cuarto semi oscuro de un mesón, nos reunimos unos compañeros y yo, con un camarada del PCS. Eran los años sesenta en su cintura, cuando se enviaba jóvenes a estudiar a la URSS. Estudiaba derecho y seguramente que tenía un futuro prometedor, al menos, así lo veía mi padre, quien quería realizar sus sueños fallidos a través de mi persona; sin embargo, yo ya había conocido la farsa del derecho y prefería irme a estudiar economía a Moscú. Ambas posibilidades eran equivocadas, ni el derecho en el país me encaminaría hacia la justicia, ni la economía en la URSS, me potenciaría para cambiar el sistema. Pero aquí no se trata de las reflexiones políticas o filosóficas que demasiado he realizado a lo largo de mi vida. Aquí se trata pura y sencillamente de las mujeres que me poseyeron. Pues bien, luego de que el camarada nos explicara, acerca de nuestro viaje, del privilegio de ir a Moscú, hubo un momento, al final, para nuestras preguntas. Yo levanté la mano y le dije al compañero: Dígame usted, si en la URSS no hay prostitución, ¿cómo le hace uno para coger, sin estar casado? El viejo camarada se sonrió, seguramente imaginando lo que el habría hecho en mi lugar, y me respondió: No se, camarada, eso le queda a su imaginación y a su iniciativa.

Estaba bien, la respuesta, el huevo fue cuando tres de las compañeras de la delegación salvadoreña, me dijeron que estaban preñadas, que esperaban un hijo mío. Y obviamente aquello no había sido fruto del Espíritu Santo, sino que yo las había enhebrado a las tres. ¿Qué hacía? Si hubiera sido sólo una, no habría problema, me casaba con ella y ya, Santas Pascuas. Pero no podía casarme con las tres. Maldecí al compañero por su estúpida respuesta, si el hubiese vivido en Moscú me hubiese recomendado buscar a una bliat, que las había y muchas. Las bliats no eran en rigor prostitutas, no cobraban dinero, pero cogían a cambio de algo en especie: comida, bebida, ropa, etc. Pero el pobre compañero purista o mentiroso, no tuvo la respuesta adecuada. Y yo me compliqué la vida. Me sentía desesperado, angustiado, de las tras prefería a una por su candorosa juventud, por su fresco cuerpo y por su amor desinteresado. Cogimos desaforadamente en los refugios antibombas, noche tras noche, no se ni cuanto tiempo. Pero también la hermana del poeta, me seducía, tenía una forma de coger tan placentera que me resultaba imposible prescindir de ella y además su cuerpo estaba hecho para el placer: nalgas pachas y pupusa aplanada. La cogías una vez y quedabas prendado para siempre. Aún la recuerdo en momentos de soledad y hastío. La tercera, no valía la pena, caía en la categoría de vulgar y corriente, como suelen decir los machos: de lagartija para arriba todo es cacería. ¿Pero yo que hacía? No me reclamaban con palabras, pero con sus miradas denotaban que exigían una respuesta de mi parte. Como buen guanaco decidí darle tiempo al tiempo y esperar a que las cosas se resolvieran por su cuenta. Afortunadamente, el buen Dios que siempre me ha acompañado, resolvió las cosas. La fea era mentirosa y no estaba preñada, mi preferida sufrió un aborto espontáneo y la de coger placentero, siguió cogiendo pero ya no conmigo. Y tal parece que abortó. Salí bien librado de aquel percance y me prometí olvidarme de las compañeras. Desde entonces, sólo rusas hubo en mi camino. Bueno, casi, porque conocí a una japonesa a orillas del Mar Negro en noche de luna y de mucho amor. De no ser por una metida panameña, habríamos cogido de lo lindo. Pero no se pudo. Dos hindúes, una de ellas, a quien le hice el amor y que casi me cuesta la vida, pero no hablaré más de ella. La otra, nunca supe por qué me amaba y sólo me lo dijo antes de su partida. Una chipriota, bellísima, que prefirió a un chapín de mierda. Las latinas, como puede apreciarse, a pesar de que había muchas, no eran objeto de mi cacería. Prefería a una finlandesa en las costas del Mar Negro o una moldavana en los koljoses de Ucrania. Pero mis más interesantes experiencias fueron con las rusas. Mujeres bellas, como nunca más he vuelto a contemplar en mi vida. Seguramente, exagero, pero aquel mundo femenino que contemplé con mis ojos de apenas veinte años, me pareció fabuloso.

Tamara, se llamaba la primera rusa que conocí en la cama, apenas tenía una semana de haber llegado a Moscú y asistí a un Foro Mundial de la Juventud, en el hotel Ucrania, donde ella era mesera. Con un dibujo en una servilleta me indicó que la esperara a la hora de salida en un determinado lugar. Estuve puntual a la cita y me tuvo secuestrado por dos noches en su apartamento. Me botó cuando no acepté hacerle “pa fransusqui”, traducido: al estilo francés. A mi corta edad, aún no sabía de las mamadas y cuando ella me empujaba la cabeza hacia su cosa, yo apoyaba mis pies en el respaldo y me resistía. Ella musitaba: davay, pa fransusqui. Pero yo me resistí, no sucumbí a sus exigencias: ingenua inocencia la de la juventud. Quizá nos encontramos unas dos o tres veces más, pero el único prendado era yo, ella era una cazadora de extranjeros. En cierta ocasión que la visité me la encontré ebria con un piloto de Air France y me dejó entrar tan sólo para humillarme, haciendo el amor con el francés frente a mi. Y todo porque yo no había querido hacerle “pa fransusqui”.

Pero había otra mesera, de nombre Nina, que hablaba español y acudió a mi rescate. No se cómo me localizó, ya que había transcurrido cierto tiempo desde nuestra estancia en el hotel Ucrania, pero llegó a la Universidad y preguntó por un salvadoreño, muy alegre, muy sonriente, joven, recién llegado y dejó su teléfono. Por esas cosas del destino, me enteré de la información dejada y supuse que era yo. Le hablé por teléfono y nos encontramos en un parque, en el Gorki. Y yo hambriento de amor y de sexo como andaba, y pensando lo que era lógico pensar, intenté, probé, pero nada. Me explicó que ella estaba enamorada de un mexicano millonario, a quien había conocido en Moscú y que conmigo, su único interés era ayudarme, porque la Tamara no era una buena mujer y yo debía de olvidarla. Y usando aquello de que un clavo saca otro clavo, prometió presentarme a otras mujeres buenas y así lo hizo. Simulaba que yo cumplía años y me reunía con ella y alguna de sus amigas en un restaurante de Moscú. Ellas pagaban, porque uno de estudiante apenas tiene para comer. Después de varios intentos fallidos, encontré una que me gustó y me dediqué a ella. Liucia, se llamaba, sus padres eran sordomudos y ella era profesora en un centro de educación especial. Aunque era bonita, ardiente y agradable, no me gustaba mucho hacer el amor en su apartamento con sólo una cortina que separaba nuestro lecho del de sus padres. Pero como no oían, ella decía que no había problema, hasta una noche que el padre se levantó a orinar. El escándalo fue mayúsculo, aunque uno pensaría que los sordomudos no emiten ningún sonido, sus chillidos son tales que atemorizan más que una puteada. Tuve que salir a media noche y medio vestido de aquel apartamento, para nunca volver. Aunque recordaba a la Liusa y sus cosas, como la noche cuando me reclamó por haberle regalado un osito de peluche para su cumpleaños. Me increpó que aquello no tenía ningún valor de reventa. Curioso, me dije, y no qué estábamos en una sociedad socialista. O cuando me encaramó en una mesa en una noche de fiesta en su apartamento, para que les mostrara a sus amigos, lo que era y cómo funcionaba un ziper. Así era la URSS al inicio de los sesentas, años después, vino el Gorva y se cagó en ella, la arruinó, pues.

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Me hice amigo de las bliats que rondaban por la Universidad Druzbi Narodaf Patricio Lumumba y compartimos pan, bebidas y sexo. Nada trascendente, sólo era cuestión de invitar a los nuevos, a los recién llegados hambrientos de sexo, a una reunión íntima en algún apartamento de Moscú. Pero eso si, ellos, los nuevos deberían de poner la comida y la bebida y nosotros a las chicas. Pero cuando habíamos consumido lo consumible, una falsa alarma de que llegaba el padre de la chica, generaba el desparpajo y corríamos. Mala suerte, mano. Tal vez en otra ocasión podamos cogerlas. Esa era la estafa de las bliats y yo su cómplice. Eran mis noches de Moscú, donde el socialismo se había convertido en tan sólo un producto de exportación.

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En una visita a la Casa de la Amistad, conocí a Tania. Caminamos y platicamos, para entonces ya mi ruso, me permitía comunicarme, había avanzado mucho con el lenguaje conversacional. En algún lugar del parque Gorki, seguramente más bello que el Central Park de Nueva York, la besé y al acariciarle el cuello, la cabeza, su cabello rubio, le toqué escondidas detrás de él, una de sus orejas que poseía una terrible deformidad, pero no expresé ninguna reacción, porque no la tuve y no porque fuese virtuoso o compasivo, sino porque sencillamente, no me importaba, pero eso me abrió el corazón de la Tania. Me amó, si, yo se que esa mujer me amó. No se si otra me haya amado, pero la Tania me amó profunda y entrañablemente. Una muestra nada más de lo que era su cariño la tuve, cuando la mandé a la mierda y ella como perra fiel rondaba por la universidad noche tras noche esperando que yo saliera. Ocurrió que en una de mis noches bohemias me conseguí a una hermosa pelirroja en el metro y la llevé a la residencia de la universidad, como no nos dejaban entrar mujeres, la hice que se saltara la barda y la llevé hasta mi cuarto. Cogimos en el suelo, no se por qué razón, porque tenía una cama, pero lo hicimos hasta el amanecer, cuando ella partió para nunca mas volver. Pero su recuerdo y la maldita purgación que me pasó, se quedaron conmigo. Irracional, como muchas veces lo he sido en mis relaciones con las mujeres, culpé a la Tania por la purgación de la desconocida. Pero ella, que me amaba de verdad, como ya lo dije, en vez de acusarme de infidelidad, me llevó una certificación del policlínico, donde se atestiguaba su salud genital. Ante tal evidencia caí postrado y seguimos amándonos, digo, haciéndonos el amor, porque amarla, lo que se dice amarla, no se. Por aquellos años, eso del amor era una cosa complicada. Bueno, no se. Es que era otro mundo, otro tiempo, otras mujeres. Y entre otras cosas yo estaba frustrado, el paraíso que me imaginé no existía, como claramente lo vi, al no más llegar, en los abrigos propios de la Segunda Guerra Mundial de mis compañeros, en aquel trasnochado aeropuerto de Moscú.

El metro de Moscú, seguramente es el más bello del mundo, porque el de Paris o el de Nueva York son una basca, pero su majestuosa limpieza, y marmóreas estaciones, como la colosal velocidad de sus vagones, lo único que me inspiraban era el deseo de lanzarme a las vías para que me triturara un vagón. Si, así he ido por la vida, con mi instinto suicida a flor de piel. Más delante seguramente hablaré de mi intento frustrado y de la mujer que evitó mi partida antes de tiempo, porque partir, partiremos con toda seguridad. Pero cómo amar a otro ser cuando haz perdido el amor hacia ti mismo. Pobre Tania y tan buena que era. Cierta vez, antes de mi partida, caminábamos por el campo y al pasar por una vieja iglesia en desuso, Tania, me dijo: Primero Dios, que vuelvas. Pero al escucharse, replicó, pero qué digo, si Dios no existe. Así eran los hijos de la Revolución de Octubre.

Cuando llegó la noche anterior a mi partida hice una fiesta en mi cuarto, el por qué no se, había muerto mi padre y debía de regresar, no era algo para celebrar, dejaba a la Tania, a Moscú y sus mujeres. Pero bien, bebimos y luego a solas con la Tania disfrutamos de mi última noche en aquella fría pero ardiente ciudad. No hablaré del llanto de la Tania, mucho menos de sus ruegos para que regresara, yo sabía que era una partida sin retorno. Pero cruel y despiadado, o a lo mejor irreflexivo, ya en mi lugar de nacimiento, le escribí a mi amada rusa y entre otras pendejadas, le dije: Ojala que hayas concebido un hijo mío, así tendría una razón poderosa para volver. Hijo de puta, no sabía lo que estaba diciendo. El correo de retorno me trajo una carta pringada de lágrimas, literalmente lo digo, se veía sobre ella, las letras descoloridas por el llanto. Ella se culpaba de haber abortado a nuestro hijo, pero la sociedad, el estigma de ser una madre soltera, la habían impulsado a destruir a aquella criatura. Y ella que vivía en una sociedad socialista, sufrió el escarnio de nuestras sociedades capitalistas! Como es de suponer no volví a saber de ella, pero ciertamente, si un viejo amor me hubiera encantado reencontrar, hubiera sido éste.
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Pero debo agregar que en aquellos meses de mis amores con las salvadoreñas, cierta noche, regresé borracho de la ciudad, al campus de la Universidad, ubicada en la calle Lenin, que conducía al aeropuerto Snukovo, el cual si parecía un aeropuerto de una gran ciudad. Pero en vez de conducirme al edificio, donde compartía habitación con un chavo de Surinam, me dirigí al edificio de las mujeres y de los casados. Obviamente, a esas horas tan avanzadas de la noche, el nachalnik, o celador del edificio, me impidió la entrada. Le alegué que mi mujer, allí vivía y que quería dormir con ella. Todo lo cual era cierto; sin embargo no tenía autorización para entrar. Indignado, por el supuesto irrespeto a mis derechos, tomé un pedazo de hielo del suelo y se lo lancé a un ventanal, el cual hizo un sonido muy bello al volar en mil pedazos. Aquello me gustó, de manera que procedí con un segundo ventanal y luego con un tercero. Ciertamente era un artillero muy rápido y tuve tiempo para correr y escapar de mis perseguidores. No obstante, cuando había dejado atrás el bosquecito por donde emprendí mi huida, se me quedó pegado un zapato en el suelo fangoso de la primavera y cuando volví la vista atrás para recogerlo, se me figuró el bosque un ejercito que me rodeaba y estaba a punto de darme alcance. Zapato en mano, casi volé hasta los edificios próximos de la ciudad, donde amanecí dormido en las gradas de la última planta de un edificio residencial.

Mi despertar fue traumático además de la goma, recordé el incidente en la Universidad y no me atreví a regresar. ¿Pero qué hacía? Huevo grande en el que me había metido. Pero apareció como siempre la ayuda del buen Dios. En la ciudad habitaba un salvadoreño. Carlos se llamaba y su mujer Olga, rusa, frondosa, de enormes tetas al igual que sus nalgas. Pelirroja era ella y miraba con unos ojazos verdes. Llegué y le narré dramatizando hasta más no poder mi historia. Su marido no estaba y luego de ofrecerme un te, me rogó que me acostara en su cama a descansar, mientras Carlos volvía. Me acosté y tuve un sueño. Olga, aquella mujer hermosa, mujer del compañero, se había acostado con migo. Me desnudó y me poseyó. Al volver Carlos, yo seguía dormido. Luego de despertarme, ya enterado de mi experiencia, almorzamos y se marchó a averiguar cómo estaban las cosas en la Universidad. La Olga me miraba con lujuria y terminamos cogiendo de verdad. No se, si fue el segundo polvo o tan sólo el primero. Lo que si se con toda seguridad es que mi amistad con Carlos se acabó algún tiempo después, cuando luego de una cena muy cargada de vodka, la Olga le gritaba a Carlos, una y otra vez, Ya jachú duvá murras. Esto es, quería dos maridos. Gustosa la Olga. Pero para la cultura guanaca, aquello era demasiado. Te callás, puta, le dijo Carlos, si no querés saber de quién soy hijo yo. Allí terminó todo. Años después, le conté esta historia, a un amigo que también anduvo por aquellas gélidas tierras y me dijo, riéndose: El hijo de puta era hijo de un guardia santaneco.

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Nos encontrábamos de visita en Leningrado, la llamada Venecia fría, cuando en un arranque de fortuna conocí a una rusa. Rubia era ella, nalgas paradas y tetas muy grandes. Tenía adicción por los extranjeros, principalmente latinos, a los cuales consideraba románticos y nos identificaba con los mexicanos. Casi nos imaginaba con una guitarra en la mano, cantándole bellas melodías, pero yo, ni sabía tocar guitarra, ni me sentía romántico, pero eso si, me gustaban las rusas apasionadas.

Paseamos por los hermosos canales de la ciudad, visitamos más de algún museo, la gran atracción turística, pero en la noche ebrios de emoción y romanticismo por las noches blancas de Leningrado, buscamos una mejor forma de entretenernos. Los bares no nos satisfacían estaban llenos de turistas. Las calles solitarias nos condujeron hasta su tibio aposento, donde sin proponérmelo, ni pensarlo, la terminé cogiendo.

Me dijo que se llamaba Svetlana y me pareció un hermoso nombre. Pero desgraciadamente, para mí y sin que yo lo supiera, era la amante de un agente de la KGV, la policía secreta de la URSS, en aquellos tiempos. El amante ofendido, buscó la forma de hacérmelo pagar y qué cosa más fácil era joderme a mí que no era más que un cabrón extranjero.

Me acusó de ser agente del imperialismo, de que trabajaba para la CIA. Y yo no tenía forma de refutarlo. Y cómo putas desdices de lo que te acusan, si se trata de algo totalmente irracional. Ciertamente, todo hombre es inocente mientras no le pruebas lo contrario. Pero para el agente de la KGV, yo era culpable, desde antes de haber sido acusado.

De modo que me tocó pasar tres meses en Siberia, así le llamaban a la cárcel de Leningrado, ahora nuevamente conocida como San Petesburgo, muerto de hambre y de frío me la pasé, todo por haberme cogido a la mujer equivocada. Esta es, de las cabronadas que me han hecho, quizá la mayor. Pero es que cuando uno se mete a andar cogiendo en lugares y países extraños, te puede pasar de todo. En Francia, en París, para ser más explicito, me ocurrió otro hecho aparentemente insólito, pero no. A mi me llamó una mujer parada frente al Moulin Rouge y yo fui donde ella, me llevó luego a un cuarto donde me la cogí, luego me dijo palabras extrañas que yo no comprendí, ya que yo no hablaba el francés. Pero aparentemente, o seguramente, mejor, me había cogido a una puta francesa y ella quería que le pagara. Pero yo ni le entendía, ni contaba siquiera con los recursos para comer, ya no digamos para coger. La puta indignada, llamó a su hombre, un negro africano, quien me agarró a golpes. Si salí vivo de esta experiencia fue tan sólo porque la policía francesa andaba detrás de este hijo de puta y logró rescatarme a tiempo, esto es, antes de que me atravesara con su filosa cuchilla.

Mire usted, el coger puede ser una actividad sumamente peligrosa, yo le recomendaría que lo mejor es abstenerse, si usted no sabe con quién se está metiendo. Y no se sienta tan seguro, aunque usted conozca a la dama, porque donde menos uno se imagina salta la liebre, o la puta, si le parece mejor.

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