lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 21: La dama de los perros


Luego de nuestra separación, decidí vivir como siempre había soñado, en una casa de patio grande en algún pueblo próximo, con muchos árboles y un jardín lo más extenso posible. Con los ahorros que tenía, compré un solar con una pequeña casa de adobe en un pueblo cercano a San Salvador. La casa tenía un solo cuarto y un corredor, pero me pareció suficiente. En el cuarto que era bastante grande pensaba tener mi dormitorio y mi estudio y en el corredor la cocina y el comedor. Además tenía un servicio, una pila con lavadero y servicio de aguas negras. Bajo unos árboles de arrayán pensé hacer una mesita de cemento revestida de cerámica y techo de láminas pintadas de verde y la hice. Pero mis planes comenzaron a cambiar cuando, ella la madre de mis hijos, mandó a vivir conmigo a uno de nuestros tres vástagos.

Ante este hecho inesperado, era obvio que necesitaba urgentemente un dormitorio para él, otro para mí y un estudio, además de una cocina en serio. Así como contratar a una empleada para que cuidara de mi pequeño hijo, ya que yo tenía que salir a trabajar. De modo que mandé a construir una casa prefabricada. Estuvo lista en seis semanas. Tiempo suficiente para que ella decidiera recuperar al niño. Nuca logramos habitar las nuevas instalaciones con mi hijo. Me amenazó con un juicio legal y con el nuevo Código de Familia, yo tenía todas las de perder, al menos eso pensé. De modo que se lo devolví. Pero al poco tiempo, había entrado en una nueva crisis económica, lo cual era típico de ella. De manera que acudió a mí para que le sirviera de fiador de un crédito para pagar deudas acumuladas. Yo que aún la amaba, en vez de servirle de fiador, le di el dinero que necesitaba. Comenzó a llamarme, luego me invitó a salir una noche a un bar que ella conocía. Donde me preguntó si me había acostado con otras mujeres y yo le dije que si. Simulando llorar, me manifestó, que ella si me había sido fiel. La verdad de las cosas es que vio en mí una oportunidad práctica de salir de sus problemas. Al fin y al cabo, si yo era el supuesto padre de sus hijos que más le daba, poseerme de vez en cuando, a cambio de tener aliviada su situación económica.

Y fue así que yo amándola aún, la llevé a conocer un día mi nueva vivienda, de la cual me sentía orgulloso y satisfecho. Dos que se han amado y que a lo mejor aún conservan bracitas de la antigua llama de amor, solos en la noche, con una cama a la mano, terminan usándola. Eso pensé, porque aunque no se crea, cuando uno ama a una mujer es pendejo y yo a ella la amaba mucho.

La reconciliación fue rápida, pero no el rejuntarnos con toda la familia, ya que necesitábamos una nueva casa, de modo que con un préstamo en la UCA, logré construirla e iniciamos una nueva vida, en una nueva casa, en un nuevo lugar. Todo parecía ir muy bien, hasta que se convirtió: En la dama de los perros. Más bien dicho, hasta que ella se mostró cual era.
¿Dónde están mis niñas? ¿Cómo se han portado, hooooy? ¡Vengan mis muchachitaaaas! Y vos Manchas, ¿ya comisteeees? Apártense que me van a botar. Y las perras le respondían en su lenguaje perruno, tal parecía que le entendían. Maríaaa, cómo es posible que no les haya puesto agua limpia a las perras. Y ustedes monos, dicen que las quieren pero no se preocupan porque coman los animales. Eso debían de hacer, en vez de pasar todo el día jugando en el Nintendo. Tienen que esperar a que yo venga cansada y sin comer para que me ocupe también de los chuchos. ¡Qué barbaridad! ¡Vengan mis niiiñas, ya les voy a dar de comer!

Este era el ritual de su ingreso a nuestra nueva casa todas las noches, fuera la hora que fuera. Sus gritos ya eran famosos en todo el vecindario. Era su forma de decir: ya llegué. Y realmente llegaba cansada y a veces sin probar bocado durante todo el largo día laboral, porque ella era compulsiva para todo, inclusive, para trabajar y como adicionalmente era desordenada para todo, inclusive, para trabajar, siempre dejaba sus trabajos para última hora y en ocasiones, ni dormía, ni comía durante 24 horas, hasta que lograba sacar el trabajo acumulado y aún así, al llegar a casa repetía: ¿Dónde están mis niiiñas? Porque ese era su ritual.

Al principio sólo tenía una perra, la Laika Eugenia, después se agregó la Lola Beatriz y el Chele Manchas, hijo de la Laika y finalmente, la Osa. Todas eran perras, a excepción del Chele, hijo de la Laika. Todas eran de raza, a excepción del Chele, que salió un auténtico “aguacaterri”. La Lola era Rod Willer, la Osa Labrador, la Laika medio loba y mi jardín ya no los soportaba, ni yo tampoco. Pero eran los perros de ella y ella era mi mujer y una cosa iba con la otra. Al menos eso pensaba, tolerantemente, yo que he sido un amigo eterno del orden y de la disciplina, cuando fueron llegando los primeros cuatro animales.

Su amor por los perros provenía, seguramente, de que cuando niña su madre le mató a su perro, pudiendo haberlo regalado simplemente. Pero no, ella decidió mandarlo a dormir, como dicen, eufemísticamente. Y la niña, ya nunca más tuvo un can con quien jugar. Para los niños tener un perro, ciertamente, es mejor que poseer el más caro e interesante de los juguetes. O a lo mejor su inclinación por este tipo de animales provenía de su inseguridad afectiva, ante la carencia de un animal a quien querer durante su infancia. Es curioso, pero a mi que soy su esposo, nunca me ha tratado con el cariño con que trata a los perros, inclusive, a nuestros hijos no les da las mismas manifestaciones de ternura que tiene con sus animales. Seguramente tal actitud tenga que ver con el hecho de que los humanos no siempre aceptamos las muestras de cariño, e inclusive, no somos de fiar para alguien que posee inseguridad afectiva, en cambio los perros si lo son, nunca te fallan. Si los tratas con cariño y les das de comer, tendrás un ser fiel por toda su perruna vida, la cual a veces se prolonga en demasía como ocurrió con la Vieja Choca, como solía llamar yo, a la Laika.
Pero a decir verdad ésta ya no era la mujer, por la cual yo había abandonado un hogar tranquilo, aunque sin amor. Ella se había convertido en una vieja desagradable, fría, calculadora e irritable ante el menor comentario que uno le hiciese.

A mi me gustan las plantas y las prefiero sobre cualquier otro ser, inclusive, sobre algunos humanos. Ellas tienen el encanto del silencio, la belleza de sus flores y el verdor de la esperanza. Su calma, su capacidad de soportar el dolor, su aferrarse a la vida, su constante renacer pese a la adversidad, son las cualidades que más admiro en ellas. Recuerdo el dolor que me causaba encontrar una planta ya florecida hecha pedazos por la estupidez canina. Animales imbéciles, pensaba. ¿Cómo son capaces de destruir tanta belleza? Entonces me enfurecía y los encerraba en un pequeño recodo de la casa, en el cual no había plantas que destruir, ni nada que pudiera ser víctima de aquella estúpida jauría. Es sabido que el estiércol perruno seca la grama y mis otrora bellos gramales, ahora, tan sólo en algunos pequeños lugares, preservaban aún su verdor. Pero yo, amante de la disciplina y el orden, ignoraba lo que me esperaba. Los verdes Centavitos ya estaban a punto de perecer y de la Peluca, sólo quedaba en mi mente su recuerdo. Al igual que los gramales, aquellos, eran lugares muy frescos y eran los preferidos por los canes de mi mujer, para echarse a la hora del bochorno o para jugar al amanecer.

Pero ella había hecho de los perros, una forma de torturarme, una forma de hacerme sentir minusválido. Yo tenía que soportarlos, calladamente, o sufrir sus gritos, sus ofensas que cada vez eran mayores. Era obvio que a mi ya no me amaba y que si vivía con migo era tan sólo porque yo le ofrecía un espacio físico, para tener sus perros. Mi casa se había convertido en una perrera. Pero yo lo que había soñado, para lo que había invertido todos mis ahorros, no era eso. Pero ella ya me dominaba, hacía lo que quería y yo no podía negarme. Estaba aniquilado, destruido.

No puedo negar que en momentos de debilidad y especialmente a solas, gustaba de acariciar el suave pelambre de la Osa, ciertamente, parecía un osito de peluche y sus ojos azules poseían una acentuada belleza. Nunca he entendido, ¿por qué los ojos de los perros tienen un mirar lastimero que mueve a quererlos? O bien, lo que disfrutaba viendo como el Chele Manchas jugaba con su nana a mordisquearse. Admiraba en verdad aquellos fuertes lazos que los unían y me sentía muy mal, cuando llevaba a la prisión a su hijo y ella, me miraba dolorosamente con sus ojos medio ciegos. La impotencia que sentía al ser separada de su cachorro, a veces le arrancaba amenazantes ladridos, pero nunca se atrevía a atacarme. De alguna manera reconocía en mi a un ser odiado pero temido, yo era para ellos, el dictador, el tirano y para mis hijos, el malo que castigaba a sus perritos consentidos. Animales pulgosos, me decía para mi mismo, cuando los llevaba a la cárcel. Orden, es lo que se necesita en esta casa, gritaba desaforadamente, si alguno de mis hijos protestaba.

Y es que la estrategia de mi mujer para inundar la casa de perros, fue asignarles a cada uno de los hijos un perro: la Laica era del mayor, la Lola del de en medio, el Chele de la menor y la Osa de ella, la mamá. Digamos que hasta este punto, si bien ya me daban problemas con su destrucción vegetal y sus ladridos sin sentido, me bastaba con encerrarlos en aquél escondido lugar de la casa, para calmar mi malestar por el desorden generado por los animales indisciplinados. Pero los niños, no compartían mis decisiones y aunque ellos se encargaban de atraparlos y llevarlos a la prisión, no disfrutaban siendo los esbirros del dictador y comenzaron a alejarse de mí. Y eso resultaba muy duro y cruel para mí, ya que antes que a las plantas yo amaba y amo a mis hijos. De no haber sido por tales escandalosos animales, pensaba, mis hijos no se estarían alejando de mí.

Pasó el tiempo y el Chele Manchas creció, la Osa y la Lola, también. De lo otro se encargó la naturaleza, pero de repente, al menos así lo sentí yo, de cuatro animales pasamos a catorce, ya que dos perras parieron cinco perritos cada una. Las parturientas se tornaron agresivas y yo no lograba acercarme a ellas, ni a sus cachorros, porque me amenazaban con sus afilados dientes. Y para qué dármelas de valiente, ahora yo les temía. Pero mi temor fue engendrando odio hacia las perras y sus cachorros. Como todos los dictadores, yo era un cobarde y por eso, no me atrevía a hacerles nada. Sólo un viejo trabajador de la casa comprendía lo mucho que sufría con aquella situación, ya que era el único a quien me atrevía a confesarle mis temores. Imagínese, le decía, si con sólo cuatro animales ya está medio destruido mi jardín, qué va a quedar de él, cuando crezca ese montón de chuchos. El, sólo asentía con la cabeza.

Y como hasta los pueblos más oprimidos, poseen en sus entrañas cosas que los hacen rebelarse ante el más fiero de los dictadores, aquellas perras que habían sufrido mi represión, no estaban dispuestas a permitir que les ocasionara algún daño a sus cachorros y los protegían hasta de mi sombra, con su agudo olfato me detectaban hasta en la oscuridad de la noche, cuando salía a contemplar las estrellas y con sus fuertes ladridos, sólo comparables a los gritos de mi mujer, denunciaban mi presencia en aquel pedazo de nuestra casa que habían convertido en territorio liberado. Yo, el dictador canino, no podía poner un pie en aquella antigua prisión, ahora convertida en paraíso perruno, con olor a orines y caca de chucho.

Mis pequeños hijos si eran bienvenidos en la guarida canina, al igual que mi mujer, ahora convertida en abuela de aquella jauría. Contaban, ellos, que habían nacidos perritos para todos los gustos, en variados colores y pelambres.

Yo, en verdad, nunca logré verlos, ni aún cuando amanecieron sus pequeños cuerpos tiesos. Porque, tanto mi esposa como mis hijos, las perras adultas y los cadáveres de los perritos, abandonaron la casa el mismísimo día en que se descubrió la terrible mortandad y yo fui acusado de haberles dado muerte.

Ciertamente, todas las evidencias, aunque circunstanciales, apuntaban hacia a mi. Nadie más que yo podía ser el asesino de los perros y con justa razón, de haberla tenido, mi mujer decidió, que no debían seguir viviendo con un ser tan salvaje y despreciable como yo, capaz de envenenar a aquellas inocentes criaturas.

Los días han pasado, las plantas se han recuperado, los gramales están verdes, las flores adornan mi jardín, ya no se siente olor a caca de perro y hasta algunos pájaros han anidado en los árboles del patio, y de no ser por su canto, el silencio de mi hogar sería sepulcral. Vivo solo, muy triste y muy envejecido y lo peor de todo, es que sigo siendo culpado por algo que no hice. Pero yo tampoco he logrado descubrir qué fue lo que en realidad pasó.

Pero existe un hecho en el que no había reparado. Fue tal el descontrol que me provocó el abandono de mi mujer y de mis hijos que, comencé a beber y lo hice con muchas ganas, me sentía traicionado, injustamente acusado. Me sentía muy mal y ni siquiera me detuve a pensar que el mismo día que se fue mi mujer, también lo hice el viejo trabajador de la casa, mi siete oficios, albañil, carpintero, jardinero, qué no hacía él. Pero ya nunca más se volvió a aparecer. Como yo tampoco lo volví a necesitar, ya que me dediqué a vegetar, a beber y a escribir en algunas raras ocasiones de lucidez, no reparé en lo que ahora pienso. ¿Sería ese cabrón el que se palmó a los perros, según él, para complacerme y al ver lo que había ocasionado se llenó de miedo y mejor se largó para nunca volver?

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