Aún no vivía en la Leniski Prospiet Zorak Staroy, en los nuevos edificios de la universidad, seguía en Kavilnaya, pero allí, en medio de la senectud de aquel caserón, viví uno de mis tiempos más hermosos. Imagínese usted, cuando el invierno solidificaba todos los espacios acuíferos podía patinar y yo lo logré desde la primera vez que me calcé los patines. Llegué al punto de bajar desde el segundo piso con los patines puestos y aun tengo mis tobillos en buen estado. Pero no sólo bajaba también subía con los patines puestos y lo hacía sobrio y medio a verga. No se, si ello conlleva algún mérito especial, pero lo cierto es que en mis noches de soledad y hastío, yo patinaba.
Por las tardes, algunas tardes, nos reuníamos los miembros del grupo Listapad, Las hojas caen, y leíamos poesía en nuestras propias lenguas. No importaba el contenido, lo único importante era el sonido, la musicalidad. Nunca olvido los poemas en zuajil de un negro africano, emitía con su lengua unos sonidos tan especiales que no encuentro la forma de escribirlos, pero creáme, confíe en mi palabra, eran muy impresionantes. En cierta ocasión les leí un poema que yo había escrito, se llamaba: Negro sobre negro. Y decía más o menos: La noche es negra, negra es la noche, la vida es negra, negra es mi vida, negra es mi esperanza, la esperanza es negra, tu amor es negro, negro es tu amor. Negro sobre negro, todo es negro. Negro tu amor, tu amor es negro, negro, negro, negro… Después tuve que explicar que en nuestra cultura, lo negro es peyorativo, negativo, malo, lo peor que puede existir, pero que sin embargo, yo no tenía nada en contra de mis compañeros negros. Lo negro de lo que yo hablaba, no tenía nada que ver con su piel oscura. Lo negro de lo que yo hablaba, era la noche, la vida sin esperanza, un amor perdido, cosas así. Pero no se relacionaba con las personas. No se si me logré explicar o si me entendieron.
Pero no es de estas nimiedades que escribimos aquí, sino sólo de las mujeres que me poseyeron y en más de alguna ocasión, de aquellas que casi lo lograron, pero no. Conocí en la Universidad a una chica rusa que con su caminar de gacela me prendía el corazón, cual si fuese la mejor mosca para pescar una trucha. Verla era amarla. Eso lo sabía yo, como también su esclavo de piel morena, a quien envió con una bufanda de regalo para mi cumpleaños. Ella era así, una auténtica Mandrágora eslava, dominaba a los hombres, como la domadora a sus fieras. Pero lo hacía con gracia. Y a cualquiera le hubiese encantado ser uno de los suyos, una fiera domada por ella.
Decía que no la amase porque ella no sabía amar. Pero ¿quién podría creerle? ¿Cómo no amar aquella bellísima criatura de felino caminar? Imposible no sucumbir ante sus caprichos, ya he dicho que hasta poseía un esclavo, un negro, que podríamos llamar miserable si no conociéramos, el origen y la causa de su esclavitud: la pasión que generaba aquella aparentemente ingenua y angelical mujer, que vista desde atrás, parecía una gacela al caminar. Y al negro, cierta vez lo besó, en un arranque de ternura. Para qué quiso más aquel pobre infeliz, se convirtió en su esclavo, le lavaba y planchaba la ropa, le llevaba comida del cafetín a su cuarto, le hacía las compras en el supermercado y le estaba enseñando francés que era su lengua colonial.
Cierta noche en un aula, parte de la residencia, me encontraba bebiendo unas cervezas y escribiendo un relato, que trataba de dos parejas: una en el capitalismo y otra en el socialismo, era un montaje en paralelo, donde cuestionaba los dos sistemas, así estaba de hecho mierda, cuando sentí unos brazos que me aprisionaban por detrás, unos pezones que rozaban mi espalda y me daba un ardiente beso tomando mi cabeza entre sus suaves manos. Era mi gacela.
La noche estaba avanzada y no creí correr ningún riesgo haciéndole el amor, en un aula de nuestra alma mater, aunque nunca había aceptado mis gatunos llamados. Pero esta noche, la pasa conmigo, me dije, y entre besos y mordiscos, la conduje al cálido piso de madera. Cuando se sintió casi dominada por mi pasión y mi cuerpo sobre el de ella, tomó un envase de cerveza y me rajó la frente. El golpe era suficiente como para amedrentar hasta una fiera, pero yo comencé a bañarle el rostro con mi sangre y seguí besándola. Pero resultó imposible, aquella era una perra frígida, la incluyo por ser una excepción a la regla: ella no me poseyó, pero qué lindo hubiese sido, que lo hubiese hecho.
¿Pero por qué la recuerdo, si ni siquiera me la cogí? Aunque estuve muy cerca de lograrlo, de no ser por el botellazo en mi cabeza y la sangre derramada, seguro que la hubiese poseído. La tengo archivada en mi memoria, como un caso excepcional, no porque hubiese sido excepcionalmente bella, que si lo era, sino porque una mañana de invierno apareció estrangulada en la pista de patinaje. No había sido violada, ni había sido maltratada, sencillamente, estaba estrangulada con su bufanda tornasol, aquella que tanto le gustaba.
En un principio llegué a sospechar de mí. Seguramente que yo la maté, me dije, si no me recuerdo es porque estaba totalmente ebrio, lo cual no era una casualidad, sino mi estado natural. ¿Pero por qué habría de hacerlo, si me gustaba tanto? Si deseaba tanto el poseerla, cómo matarla antes de poseerla, o cómo no poseerla después de matarla. Seguramente que no había sido yo. Pero, entonces, ¿quién? ¿Su esclavo africano, el negro? Ese si que pudo haberla estrangulado con cariño, sin maltratarla, dulce y suavemente, como ella se lo merecía. Pero dio la casualidad que esa noche, su negro, se encontraba en la Casa de la Amistad, representando una obra del nuevo teatro africano, donde improvisaban de principio a fin sus papeles.
Y, entonces, ¿quién fue? Nadie lo sabía, nadie lo supo. Pero todos sabíamos que no había sido un suicidio como se informó por las autoridades superiores y por la prensa, para evitar cualquier escándalo. En una sociedad socialista estas cosas no pueden ocurrir y es por ello que no ocurrió. Si, no ocurrió, y ya.
Uno puede ser de izquierda, muy revolucionario, estar radicalmente contra el sistema capitalista y a favor del socialismo hasta la muerte, incluso. Y uno puede ser muy dogmático, fanático y combativo, como el que mas. Pero no se puede ser ciego, aunque si mudo. Es por ello que callamos los asesinatos del compañero Mayo Sibrian, así como nunca hablamos de la muerte de aquella chica en Moscú, aunque sabemos que fue asesinada. Las razones eran obvias, desdecía del socialismo, era un mal ejemplo. ¿Pero era suficiente razón para asesinarla? ¿Pero existirá, acaso, por ventura, un límite que posibilite o autorice a la sociedad o a quienes se crean o se sientan representativos de esa sociedad, para decidir quien puede o no puede seguir viviendo? ¿La vida, acaso, no es un valor superior, el cual siempre se deberá respetar, independientemente, de cómo vivas, de cómo actúes, de cómo pienses, de cómo digas, de cómo seas?
En estos puntos, en estos linderos, es donde los intelectuales morimos. La sociedad, de cualquier tipo que sea, no tolera estos juicios. Por eso murió Sócrates, no por cobarde, no por pendejo, sino para que nosotros, los otros, los que vendríamos después, supiéramos a qué atenernos, cuál es el precio que hay que pagar por disentir, por pensar.
Aunque ésta no pretendía ser una historia reflexiva, sino una simple descripción del amor y del sexo, que hubimos de conocer en nuestro diario vivir, ya se ve que no es posible prescindir de ello, humanos somos y como tales actuamos, para bien o para mal.
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