lunes, 14 de septiembre de 2009

Capítulo 10: Mis noches en Moldavia y otras


Los días por la mañana eran de trabajo en un koljós de la localidad, recogíamos manzanas o albaricoques, otras veces amarrábamos brotes de vid a unos alambres. A cambio de una mañana de trabajo nos brindaban alimentación y hospedaje, además de las chicas que pudiéramos conseguir en los bailes de cada noche. Por las tardes, caminaba por el campo y visitaba la casa de algún koljosiano. No por él, ni por su familia, sino por el vino que tenían en una garrafa en el pozo para mantenerlo frío. Vendían la botella por unos cuantos kopeks y de ajuste ofrecían pepinos en salmuera como boca. Fue en los koljoses de Moldavia donde me hice amigo del vino tinto que mató a mi abuelo. Sucedió que en Ilobasco se habían agotado las reservas de vino y en lo que le fueron a traer en bestias unas botellas a Cojute, se peló de goma. Yo aún sigo vivo, superando su record de vida y el de mi padre. Pero es que yo tomé unas vacaciones, la primera de 15 años y la segunda de 5, ambas con el apoyo de los AA, porque para quienes somos alcohólicos, un trago es demasiado y cien no bastan, de modo que lo único que nos queda es el programa de las 24 horas. Pero yo, por ahora, como aquel bolito del Central Tecleño, no fui a dar testimonio de mi abstinencia, sino que fui a que me borraran de la lista de los AA.

Al anochecer aparecían los músicos en la Casa de la Cultura, así como las koljosianas y los koljosianos, y en todo ello, se cagó el Gorva, pero además llegábamos los extranjeros pobres, los que no recibíamos remesas en dólares de nuestra familia como para irnos a joder a la Europa Occidental, trabajar un poco en Alemania o en Francia, vender unas cuantas latas de caviar ruso y regresar cargados de prendas íntimas femeninas de poliéster, desconocido en Moscú, por aquel entonces y suficientemente apetecibles por las rusas como para poder coger todo el invierno sin necesidad de repetir. En la variedad está el gusto, dicen. Pero los pobres, allá en el koljós, esperando que nos sacara a bailar una vieja, no tan vieja. Porque allí la costumbre era que las mujeres te sacaran a bailar. Aquello servía para comprender la tragedia de nuestras mujeres, quienes tienen un papel pasivo en demasiados aspectos de la vida social e íntima.

Pero una de tantas noches tuve suerte, no fue una gorda koljosiana la que se apiadó de mi soledad, sino una jovencita. Bailamos, nos acariciamos y después, cuando el baile terminó nos perdimos en la oscuridad del campo moldavano. Coger en el campo es una bella experiencia, las sensaciones nuevas adormecen el cerebro e invitan a repetirse. Desgraciadamente, la chica de mis amores tenía su novio local, y el y sus amigos, aunque presuntamente socialistas, internacionalistas y solidarios, no les parecía, que llegara cualquier hijo de puta extranjero a cogerse a sus mujeres. De modo que sin muchas mierdas, una noche me esperaron cuando regresaba a mi dormitorio, armado de una botella de vino para dormir. Cuando vi a la grulla que se me venía encima con malas intenciones, corrí hasta donde pude. Yo con mis pies ligeros, que siempre los he tenido, fui abatido por la llanta delantera de una motocicleta. Después vinieron los golpes, con mi cara y cabeza, vapuleada y ensangrentada, regresé a mis aposentos. Al día siguiente, la policía del lugar tenía prisioneros a mis agresores. Recuerdo a uno, seguramente el novio de la chica en disputa, que manifestó: Yo sólo un pijazo le pegué, los otros no se, era de noche y estaba oscuro. El jefe de la policía me recomendó que lo mejor era regresarme a Moscú, ya que si por esta vez había salido vivo, nada me garantizaba, que no volvieran a atacarme y con más furia por el encarcelamiento de los agresores.

La chica motivante del agravio se despidió de mí y curiosamente, no me dijo: Das vidania, hasta la vista, sino prachay, adios. Ella sabía que aquello era el fin. Lo que nunca supe es si con mi maldita puntería en el sexo, la dejé embarazada, para escarnio de mis agresores.

Sin embargo como la vida se mueve en unos círculos incomprensibles para el cerebro humano, en mi último viaje por Europa, me topé con un joven, de aproximadamente treinta y cinco años de edad, el cual me pareció una fotocopia mía, cuando yo era joven. Estábamos en un congreso y por las fuerzas inescrutables del destino, nos juntamos un día y conversamos sobre el renacimiento del marxismo. El parecía ser un radical de izquierda, lo cual me parecía curioso proviniendo de Rusia, un país, que había experimentado una terrible involución. Pero bien, así era él.

Por la noche nos sentaron en la misma mesa para cenar y como ya habíamos conversado, nos sentimos viejos conocidos y nos dedicamos a beber y a hablar de nuestras vidas, de cosas personales y descubrí, sin que él se enterara, que su madre era la chica del koljos, aquella que me dijera: prachay. Esto es, un adios definitivo, aunque en español no existe tal diferencia, pero si en ruso. ¿Será que se equivocó la pitonisa al decirme que tendría cinco hijos o el equivocado he sido yo, porque con éste serían seis?

******

Mi regreso a Moscú fue afortunado, aunque conservaba los moretes en mi cara y quizás por eso, fui elegido para viajar sin costo alguno a Georgia. La patria chica de Stalin, el único lugar de la URSS, donde conservaban la única estatua del dictador asesino y sanguinario. Pero bien, Tibilise, su capital, era una ciudad bella donde las posibilidades de sexo estaban agotadas, con la mayoría de hombres en su censo, cuidaban a las mujeres hasta el delirio. Además, yo ya había tenido suficiente por esas vacaciones.

El viaje tenía una parte en bus que cruzaba los montes Urales, los cuales se dibujaban con una belleza indescriptible, almuerzos bajo ramadas silvestres, donde el apetitoso queso de cabra asado, incitaba hasta el menos hambriento a hartarse, pero además en cada lugar de la larga mesa, había botellas de cerveza, vodka, coñacgs y bebidas dulces, por supuesto, a las que nadie hacía caso, a no ser las mujeres. Bebimos y jodimos en Georgia, aunque no nos atrevimos a bañarnos en el lago Aral, con lo que tendríamos garantizados cien años de vida, cual era el decir. Si no te morías de una neumonía luego de bañarte en sus frías aguas, seguramente, que vivirías hasta los cien años.

Pero Georgia estaría borrada de nuestros memoriales de no ser por aquella pequeña de ojos almendrados, pelo negro cual la noche, mirada penetrante y desafiante, que apareció sin pedírselo en mi lecho, cuando dormía los muchos tragos de vodka que había ingerido. A veces creo que fue tan sólo un sueño, ya que los sueños deseos frustrados son, como decía mi profesora de matemáticas en el bachillerato, cuando le conté que había soñado con ella. Y si una mujer se podría parecer a la dama, de Rojo y Negro de Stendal, esa era mi profesora de matemáticas, sobria, inteligente, bella y comedida, si no la amé, fue tan sólo porque en aquella etapa de mi vida, las mujeres me abundaban, aunque tuviera voto de celibato ante las amenazas del casorio.

Después, muchos años después, en un viaje que hiciera la Habana, me encontré con Nico, un georgiano a quien conocí en el aeropuerto de Moscú, donde íbamos a beber después de las once, cuando se cerraban todas las posibilidades de beber en Moscú y quien me había salvado de aguantar hambre, al colocar mi estipendio en el calcetín, al observar todo lo ebrio que estaba. Esa noche en el aeropuerto hasta toqué guitarra y canté como mexicano. ¿Cómo lo hice? Vaya usted a saber pero decía Nico, que el charanganeado había estado bueno.

Pues bien, allí en la Habana, me enteré de que aquella mujer que me poseyó semi dormido o medio a verga era la esposa de Nico, quien le había confesado que su primer amor había sido con un salvadoreño de nombre Demian. Por la descripción que me hizo, yo juraría que sos vos, me dijo.

Por estos años, ya era un hombre mayor, tranquilo y mi respuesta para Nico, fue, No lo creo, yo en Georgia, no recuerdo haber tenido ninguna experiencia sexual. Pero si la tuve, con aquella chica de ojos almendrados, que me amó sin pedírselo y
sin casi enterarme.

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